Hay mucha gente que, a estas alturas del partido, cree que el simple color de la piel o la forma de los ojos está atado firmemente a todo lo que una persona es y será el resto de su vida. Es decir, que si se es negro, se será delincuente o que si se tiene los ojos rasgados (ojo "asiático") se será un genio en las matemáticas.
Resulta que toda la enorme cantidad de variables que la gente junta con la muy genérica y súper inexacta palabra "raza" no permite una categorización válida para agrupar la enorme diversidad fenotípica que presenta la especie humana.
Para explicarles mejor de lo que se trata, a continuación les voy a transcribir en su totalidad un capítulo del libro "Nuestra Especie", escrito por el famoso antropólogo Marvin Harris en 1989.
Sin más introducciones, dejo a Harris tomar la palabra
*Advertencia: las negritas y subrallados serán siempre míos, hechos con la intención de resaltar las ideas que considero más cruciales. Discúlpenme, por tanto, el que decida por uds. qué es lo más importante, pero recuerden que lo que quiero es combatir errores comunes esparciendo conocimiento científicamente comprobado y entendido mediante la razón, para hacer de éste un mundo mejor (sí, sí, la Ilustración all over again, pero es que si es verdad ¿qué le vamos a hacer?).
¿Qué antigüedad tienen las razas?
Lamento tener que empezar pidiendo excusas. Esta es una pregunta difícil de contestar porque los rasgos con que determinamos si una persona es caucasoide, negroide, mongoloide, etc., son las partes blandas y superficiales del cuerpo. Los labios, narices, pelo, ojos y piel no se fosilizan. Al mismo tiempo, las partes duras, que sí se conservan, no son fiables como indicadores raciales porque las dimensiones de los esqueletos de todas las razas coinciden en su mayor parte. Pero hay todavía un problema más grave a la hora de determinar cuánto tiempo llevan existiendo las razas. Los genes que determinan las características utilizadas para definir las razas contemporáneas no forman necesariamente conjuntos de rasgos hereditarios que se den siempre juntos. Las variantes de color de la piel, forma del pelo, tamaño de los labios, anchura de la nariz, pliegues epicánticos, etc., se pueden combinar y heredar independientemente unas de las otras. Esto significa que los rasgos que van asociados en la actualidad no tuvieron que estar necesariamente asociados en el pasado o existir siquiera entre las poblaciones de las que descienden los grupos raciales actuales.
Aún hoy, existen en el mundo tantas combinaciones diferentes de rasgos raciales que la simple clasificación en cuatro o cinco tipos principales no basta para hacerles justicia. En el norte de África viven millones de personas que tienen labios delgados, nariz fina y pelo ondulado, pero con una tez que va del moreno oscuro al negro. Los nativos de África meridional, como los san, tienen ojos con pliegue epicántico igual que la mayor parte de los asiáticos, tez variable entre el moreno claro y el moreno oscuro y pelo muy rizado. En la India existen personas con pelo liso u ondulado, tez morena oscura a negra, labios delgados y nariz fina. En las estepas de Asia central, los pliegues epicánticos están asociados a cabello ondulado, considerable pilosidad facial y corporal y tez clara. Los indonesios presentan muy frecuentemente pliegues epicánticos, tez entre moreno claro y oscuro, pelo ondulado y nariz y labios gruesos. Los habitantes de las islas de Oceanía presentan combinaciones que van del moreno al negro en cuanto a tez, con formas y cantidades de pelo y rasgos raciales sumamente variables. Los ainos del norte del Japón presentan una interesante combinación de rasgos: de piel clara y cejas espesas, son el pueblo más velludo del mundo. En Australia es común tener tez variable entre el pálido y el moreno oscuro y pelo ondulado de color rubio a castaño.
Desconocer o negar la independencia de los rasgos utilizados para determinar las razas puede mover a crear extrañas categorías biológicas. La distinción entre blancos y negros utilizada en los Estados Unidos, por ejemplo, omite el hecho obvio de que las personas negras pueden tener ojos, nariz, pelo y labios indistinguibles de los de las personas blancas. Sucede, asimismo, lo contrario con los blancos, entre los cuales algunos individuos parecen más negroides que algunos negros. Estas anomalías se producen porque los estadounidenses no entienden por raza el aspecto efectivo de una persona determinado por sus genes, sino con arreglo a la categoría en que fueron clasificados sus padres. Según esta concepción de raza, si uno de los padres es «negro» y el otro «blanco», el hijo de ambos es «negro» pese al hecho de que, conforme a las leyes de la genética, la mitad de los genes del descendiente proceden del progenitor negro y la otra mitad del blanco. La práctica de encasillar racialmente a las personas resulta absurda cuando los antepasados negros se reducen a un abuelo o bisabuelo. Esta circunstancia origina el fenómeno del blanco socialmente clasificado como «negro».
La mayoría de los estadounidenses negros han heredado una parte importante de sus genes de antepasados europeos recientes. Cuando se estudian muestras de negros estadounidenses, suponer que representan a africanos es incorrecto desde el punto de vista genético. Quizá sería mejor imitar a los brasileños, que determinan los tipos raciales no con tres o cuatro términos sino con 300 ó 400, inclinándose debidamente ante el hecho de que no puede considerarse europeas, africanas o amerindias a personas cuyos padres y abuelos eran una mezcla de europeos, africanos y amerindios.
Los rasgos que podemos ver no coinciden con los que no podemos ver. Tomemos los grupos sanguíneos A, B, O. Presentan el tipo O entre el 70 y el 80 por ciento de los escoceses de piel clara, los habitantes de África central de piel negra y los aborígenes australianos de piel morena. Si pudiésemos ver el grupo sanguíneo de tipo O del mismo modo que vemos el color de la piel, ¿agruparíamos a escoceses y africanos en la misma raza? El tipo A es igualmente indiferente a las distinciones superficiales. Entre el 10 y el 20 por ciento de los africanos, hindúes y chinos presentan el tipo A. ¿Deberíamos, pues, agruparlos a todos en la misma raza?
Otro ejemplo de rasgo invisible que desconoce alegremente los límites raciales convencionales es la capacidad para detectar el sabor del PTC (feniltiocarbamida). En 1931 un asistente de laboratorio vertió accidentalmente una muestra de esta sustancia. Sus compañeros de trabajo se quejaron del sabor amargo que les producía en la boca; otros dijeron que no notaban nada. Los antropólogos saben ahora que el mundo se divide entre quienes notan el PTC y quienes no lo notan. En Asia estos últimos varían entre el 15 y el 40 por ciento de la población. En Japón y en China son el doble y en Malasia el triple. ¿Significa esto que los grupos mencionados pertenecen a una raza diferente? Si quienes detectan el PTC pudiesen distinguir a quienes no lo detectan, ¿se reirían de ellos o se negarían a admitirlos en sus barrios o en sus escuelas?
Combinaciones y frecuencias nuevas de genes han mantenido a los tipos raciales de la especie en estado de fluidez desde que empezaron a extenderse por África y Eurasia las poblaciones de sapiens modernos. Algunos de estos cambios son fruto de la casualidad. Durante las migraciones de pequeños grupos a regiones nuevas, podía suceder que los colonizadores portasen accidentalmente un gen menos frecuente entre sus antepasados. A partir de ese momento, la nueva población presentaría una frecuencia mayor de la variante. Tal circunstancia serviría para explicar la característica forma de pala que presentan los incisivos de los asiáticos.
Otro proceso de carácter esencialmente aleatorio, que contribuye a la difuminación de los rasgos raciales, es el acelerado flujo de genes que se produce cuando las poblaciones migrantes encuentran poblaciones distintas desde el punto de vista genético. En tiempos remotos es improbable que ocurrieran mezclas raciales tan masivas como las registradas en los Estados Unidos y Brasil, cierto grado de mezcla racial habría sido inevitable en las fronteras cambiantes de poblaciones genéticamente diferentes.
Por último, como en toda evolución biológica, es cierto de modo general que la selección natural constituye una de las causas principales de la distribución y frecuencia cambiantes de los genes utilizados convencionalmente para determinar las divisiones raciales. Cuando las poblaciones se trasladan a hábitats diferentes o se producen alteraciones en los entornos, la selección con arreglo al éxito reproductor lleva a la aparición de nuevos conjuntos de rasgos hereditarios.
Los antropólogos han realizado una serie de sugerencias plausibles, relacionando las diferencias raciales con la temperatura, la humedad y otros factores climatológicos. Por ejemplo, es posible que las narices largas y estrechas de los europeos se seleccionaran para calentar el aire, extremadamente frío y húmedo, a la temperatura corporal antes de que alcance los pulmones. La constitución generalmente redondeada y rechoncha de los esquimales, quizá represente también una adaptación al frío (de nuevo la ley de Bergman). Por el contrario, un cuerpo alto y delgado facilita una evacuación máxima de calor. Esto serviría para explicar el tipo alto y delgado de los africanos del Nilo, que habitan regiones de intenso calor seco y cuyos descendientes figuran entre los mejores jugadores de baloncesto del mundo.
Irónicamente, los rasgos cuya frecuencia está determinada por selección natural no son buenos indicadores para reconstruir la historia y antigüedad de las divisiones raciales actuales. Supongamos, por ejemplo, que gentes de nariz chata emigran de un clima tropical a uno frío. En una veintena escasa de generaciones, la selección natural habrá aumentado la frecuencia con que se dan entre ellas las narices largas. Un observador que se fijase en su parecido con sus vecinos narigudos concluiría rápidamente que aquéllos descienden de una raza de clima frío y nariz larga y no de otra de clima cálido y nariz chata. Por consiguiente, los mejores indicadores de ascendencia racial los constituyen aquellos rasgos que son accidentales o no obedecen a adaptación, como los incisivos en forma de pala que mencioné hace un momento.
Desgraciadamente, muchos de los rasgos que los antropólogos consideraron en otro tiempo como los mejores indicadores de ascendencia racial han demostrado tener valor adaptativo en determinadas situaciones. Los grupos sanguíneos en especial produjeron una decepción particularmente profunda, por cuanto la serie A, B, O está relacionada con la resistencia a enfermedades que pueden afectar al éxito reproductor, como la viruela, la peste bubónica y la intoxicación alimentaria por bacterias. Por tanto, las explicaciones sobre las frecuencias de los grupos sanguíneos se basan tanto en el historial de las exposiciones eventuales de las diferentes poblaciones a las diferentes enfermedades como en la ascendencia racial. Incluso un rasgo tan críptico y aparentemente inútil como la capacidad de detectar el sabor del PTC podría ser indicador no tanto de una filiación común como de las similitudes en las respuestas adaptativas de poblaciones ancestralmente separadas. Desde un punto de vista químico, el PTC se parece a algunas sustancias que tienen efectos nocivos sobre el funcionamiento de la glándula tiroides. Una consecuencia común del disfuncionamiento de la tiroides es el bocio, enfermedad que ocasiona minusvalía y muerte prematura. En las poblaciones que presentan un elevado riesgo de bocio, la selección se decantó posiblemente a favor de la capacidad de notar el sabor de los alimentos con contenido de sustancias similares al PTC, que inhiben la tiroides, lo que a fin de reconstruir la ascendencia racial hace poco fiable la distinción entre las personas capaces de detectarlo y las que no lo son.
Pese a todas estas reservas, sigue siendo posible diferenciar las poblaciones humanas sobre la base de gran número de rasgos genéticos invisibles cuyas frecuencias medias se agrupan en grado estadísticamente significativo. El porcentaje de genes que comparten estas poblaciones puede emplearse para medir la «distancia» genética que las separa. Además, suponiendo que el ritmo de cambio genético ha sido uniforme en dichas poblaciones, se puede estimar el momento en que dos de ellas empezaron a divergir y, por tanto, a construir un árbol genético probable que muestre la secuencia de sus derivaciones a través del tiempo. El antropólogo Luigi Cavalli-Sforza ha utilizado este método para definir las siete poblaciones contemporáneas principales: africanos, europeos, asiáticos nororientales, asiáticos surorientales, isleños del Pacífico, australianos y neoguineanos. El árbol genético más probable muestra que la primera derivación del tronco común africano se produjo hace unos 60.000 años. Hace entre 45.000 y 35.000 años los árboles eran cinco e incluían la división entre europeos y norasiáticos. Las divergencias más recientes se refieren a la separación de asiáticos nororientales y amerindios y a la de asiáticos surorientales e isleños del Pacífico. Sólo el tiempo dirá si el árbol genético de Cavalli-Sforza sobrevivirá al vendaval de críticas que ha suscitado. Pero téngase presente que el grupo de rasgos empleado para establecer el árbol no incluye ni el color de la piel, ni la forma del pelo, ni ningún otro rasgo «racial» convencional y que cuanto más nos alejemos en el tiempo, mayor será la dificultad de hablar de grupos parecidos a las razas que conocemos actualmente.