Afiche de lanzamiento (haz click) |
El domingo pasado,
justo antes de los Oscar de la Academia, pude ir con mi papá a ver la más
reciente película de Steven Spielberg, Lincoln (2012), a la que confieso que fui con sentimientos
encontrados: por un lado estaba contento porque la película había llegado mucho
antes de la fecha original para la que estaba anunciada (5 de abril), pero al
mismo tiempo, fui con algo de aprehensión porque, gracias a las redes, sabía
que a ciertas amistades de referencia que se hallan en el extranjero, les había
parecido una mala película…
¡Para nada! Por el
contrario, me pareció genial y si no puedo dar mayores loas sobre su
realización, es porque tuve el desatino de irla a ver en el nuevo cine que
tiene Evenpro en Manzanares, el cual, al menos su sala #3, me pareció de lo
peor que hay ahorita en la ciudad: sus butacas reclinables, muy estrechas y
apretujadas, son inapropiadas para una sala tipo estadio, la película fue
proyectada fuera de foco y el audio estuvo más bajo de lo normal. Para más
colmo, se metían los sonidos, no sólo de la sala contigua, sino el de unos
niños que correteaban en el lobby. Quizá algún día vuelva para ver si se me
reivindica, pero, por ahora, no se lo recomiendo a nadie.
Ahora bien, a lo
que venía: Lincoln me encantó porque
es como si la película la hubiesen hecho pensando en mis gustos. Verán, el
género biográfico suele ser de los que menos me gustan de todos cuantos
conforman el cine “de ficción”, esto debido a que la vida de una persona, por
más breve que sea, no se ajusta a los cánones sobre los que se estructura una
narración. Me explico: la vida de nadie parte de una introducción que, luego
del primer punto de giro, da paso al desarrollo de los acontecimientos principales
los cuales, siempre con un dramatismo incremental, conducen al gran clímax,
desde el cual la historia se resuelve y concluye. La vida de las personas, de
las reales, está constituida por un sinfín de cotidianidades absolutamente
no-dramáticas y hasta baladíes.