Afiche de lanzamiento del Hobbit pt. 1 |
Cuando hace 12 años
estrenaron la primera película del Señor de los Anillos, yo casualmente
trabajaba en una librería muy bien surtida con todo lo de moda, por lo que a
todo aquel que llegaba pidiendo el famoso libro de Tolkien, yo le daba el mismo
consejo o, más bien, el mismo ruego: “léete primero El Hobbit”.
Digo “ruego” porque
el primero de los libros del famoso anglo-surafricano siempre ha sido, desde
que los leí todos (antes incluso de saber que los adaptarían al cine, por cierto)
mi favorito de los que narran la historia de la Tierra-Media, ese universo
mitológico creado por aquel para justificar y ambientar sus lenguas inventadas;
pero también porque al hacerlo, creo que en parte escondía una súplica que
decía “únete a mí en que El Hobbit es el mejor de los de Tolkien”.
Debates literarios
aparte, adelantemos el cuento hasta mediados de la década pasada, cuando
oficializaron que Peter Jackson volvería al universo tolkeniano para adaptar
justamente aquel libro que yo quería que todo el mundo se leyera. No cabía de
la emoción, no sólo porque moría por ver sus páginas representadas en imágenes,
sino porque ahora sí habría la excusa para que se lo leyeran aquellos que,
cuando salieron las primeras películas, habían decidido saltarse “el trámite” y
entrarle de una a la famosa segunda parte, error que, para mí, fue el causante
de muchas decepciones y hasta deserciones debido a que, a diferencia del Hobbit,
El Señor de los Anillos está tan barrocamente cargado de detalles y posee una estructura
narrativa tan… sui generis (por no
decir simplemente “fastidiosa”), que a muchos los condujo al tedio, sobre todo
entre a quienes llegaron a él inspirados por la imaginería súper dinámica y tan
cargada de acción de su adaptación cinematográfica.