Esta mañana soñé que de nuevo era alumno en el último año del colegio y, al llegar, me encontraba con la sorpresa de que la baranda del pasillo que conducía a mi salón había sido removida, por lo que no existía nada que lo protegiera a uno de caerse en caso de resbalar o acercarse mucho al borde.
Al entrar al aula -tarde, como siempre-, un profesor que no reconocí -mi cerebro inventó un maestro genérico para la ocasión- dijo "Lo bueno de esto es que si se pone fastidioso, podemos hacer así con Sebastián" y acto seguido arrojaba un cojín de colores -con patrones como lo que tenían mis padres cuando nací- por el borde y hacia el suelo, dos pisos más abajo, y como si lo hubiese entendido a manera de orden, se paró Pablo Abreu -quien, curiosamente, no estudió conmigo el bachillerato en el Friedman, sino la primaria en el Michelena- dispuesto a lanzarme por el mencionado borde, ante la risa de todos, sin que nadie saliera a defenderme.