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Uno de mis conflictos existenciales con la forma de arte que más adoro, el cine, es el
hecho de que una gran cantidad de películas -quizá incluso la inmensa mayoría- son
adaptaciones de obras literarias. Esa característica me molesta debido a que la
narración escrita tiene una estructura significativamente distinta a los de la
narración audiovisual y depende de herramientas de otra naturaleza.
Un libro puede
matear en una sola oración lo que al lenguaje audiovisual le cuesta un mundo
transmitir y hacer entender. Pongamos por ejemplo cada uno de los libros de
Harry Potter, en los que los protagonistas se enfrascan en una aventura a
todo lo largo del año escolar. Son siete libros, son siete años, que comienzan cuando
Harry acaba de cumplir 11 y terminan cuando está a punto de cumplir los 18. Dado
que sus peripecias transcurren al mismo tiempo que son alumnos de una escuela
para magos, la narración necesita transmitirnos la sensación de que el dichoso
año escolar está corriendo y se les vienen los exámenes encima, con total independencia
de las fuerzas oscuras que los niños creen los acecha entre un salón de clase y
otro. Para ello, muchas veces a J.K. Rowling le bastaba con decir algo así como
“Después de aquel Halloween, no supieron más del asunto, por lo que lo dieron
por superado y siguieron con sus clases hasta las vacaciones de Navidad”…
¡Presto! De un solo plumazo adelantó la historia un mes y medio y nos dio a
entender que la vida había seguido business as
usual.