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Una de las
películas que más me ha gustado en lo que va de esta segunda década del siglo, ha
sido la maravillosa Shame, cuya
debida reseña me queda pendiente para otra oportunidad. Por ahora resumiré en
que, para mí, su perfección residió en la combinación de dos características
pocas veces halladas juntas: el recordar que cine significa “escribir con
imágenes en movimiento” -ergo, contar una historia a través de las imágenes- y
el confiar en la inteligencia de la audiencia, dejándola interpretar lo que
quiera; si no entendió, allá ella. Tamaño atrevimiento, concluí, sólo podría
realizarlo un director que fuere inteligente, culto, pero sobre todo, con un
buen par de cojones. Investigué al llegar del cine y descubrí, para mi
sorpresa, que se trataba de un cuarentón británico con la experiencia de muchos
cortometrajes pero una sola larga-duración. “De este tipo he de estar
pendiente”, me prometí al instante.
No tuve que esperar
mucho, ya que al poco tiempo se anunció que dicho director, llamado Steve
McQueen, estaba entregado a la preproducción de un biopic, una película biográfica real sobre un afroamericano que,
habiendo nacido libre en New York, fue secuestrado y vendido como esclavo en
los mercado del sur de los EEUU, teniendo que pasar doce años de su vida en
varias plantaciones del estado de Louisiana justo antes de la Guerra Civil… “Zaz
¡Noo ¿Por qué?!”, me dije. Y es que a mí no me entusiasman los biopic (mis razones las puse por escrito
aquí).
Además, aquello me sonaba como una temática ya muy trillada y como un drama muy
necesitado de diálogo. Chimbo, porque lo que justamente me había gustado tanto
de Shame había sido su temática
inusual y su tratamiento innovador, siendo lo primero la clave de lo segundo. O
eso pensaba yo.
Pues no podría
haber estado más equivocado en la vida: 12 Years a Slave (12 años
esclavo) es una obra maestra que contiene todo lo que esperaba encontrar del
mismo Steve McQueen que hiciera Shame:
planos secuencias de varios minutos, tomas estáticas en la que ni la cámara ni
el sujeto filmado se mueven, muchos planos panorámicos y planos detalles, imágenes
explícitas carentes de todo pudor y unas actuaciones magistrales. Si lo
anterior se realiza para narrar una historia tan cruda como lo es la barbaridad
de la esclavitud, el resultado es un cocktail
muy duro de tragar. Duro, pero necesario, no sólo porque la esclavitud es todavía
un mal lejos
de haber sido ya completamente erradicado de la faz de la Tierra, sino también
porque nos confronta con lo peor de nuestro pasado directo, bochorno de la
civilización occidental y del país más importante e influyente de la misma, ese
que justamente cuenta a la libertad y a la igualdad como los dos valores y
pilares fundamentales de su sociedad.
Ahora bien,
condenas aparte, surge la necesidad de preguntar ¿cómo fue posible mantener la
esclavitud por tanto tiempo, cuando ya el resto del mundo no la toleraba? Peor
aún ¿cómo fue posible ello en un país tan revolucionariamente libertario y en
donde su mitad septentrional ya la había erradicado y condenaba vehementemente?
Aunque las causas son diversas y han sido analizadas muchas veces, el film de McQueen
sirve para arrojar alguna luz sobre la naturaleza de su origen: el que la
esclavitud sobrevivía gracias a que sus protagonistas, tanto esclavos como
esclavistas, la consideraba moralmente aceptable.
Lo anterior podemos
verlo fugazmente cuando Solomon Northup (interpretado por el británico Chiwetel Ejiofor), aún libre, no
se extraña de encontrar en pleno New York, esclavos visitantes desde el sur que
se le quedan viendo y que lo siguen por la calle como queriendo saber su
secreto. Lo vemos de nuevo cuando Northup es ya esclavo e intenta ganarse los
favores de su primer amo, siéndole útil y servicial. Lo vemos también, pero de
forma mucho más cruda, incluso macabra, a través de los distintos testimonios
de las varias mujeres negras que se va encontrando el protagonista durante su
odisea: algunas habían sido amantes del amo y fueron felices mientras estos
siguieron vivos, otras se habían convertido ya, no sólo en esposas, sino en
dueñas a su vez de esclavos, sintiéndose orgullosas de su logro y dándole
consejos a las primerizas. Y finalmente, lo vemos en la mente y actitud de los
plantadores blancos, quienes estaban convencidos de que hacían lo correcto,
pese a ser consciente de sus espantosos males.
Este último punto
queda graficado en una escena espectacular que demuestra el genio de McQueen
para narrar todo un mundo de ideas sólo con imágenes y, en este caso, con dos
textos no-explícitos pero completamente contradictorios: Northup ha llegado a
la casa de su nuevo amo, William Ford, y una serie de secuencias nos muestran
cómo será la vida que le espera. En una, el inmaduro capataz les explica a los
esclavos recién llegados el trabajo que tendrán que realizar, comenzando de
repente, en su embriaguez de poder, a cantar una canción sobre el destino que
le espera al negro que decida escapar. Al mismo tiempo, la secuencia anterior
se va intercalando con una de Ford en el rol de pastor evangélico, leyéndole a
toda su parentela -esclavos incluidos- pasajes bíblicos que enseñan cómo se
debe llevar una vida sana y correcta. Mientras una secuencia ocurre, se
mantiene el audio de la anterior en el fondo y viceversa. El resultado es tan
conflictivo como desgarrador.
Hay muchas otra
escenas que quisiera analizar a profundidad, destacando la maravillosa
fotografía y las imponentes actuaciones (todas muy meritorias de sus
nominaciones) pero me gustaría más aún que las vieran sin que sepan nada. Vayan
y prepárense para ser conmovidos de una forma necesariamente chocante.
Mi voto IMDb: 10/10.
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