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La revolución
francesa, pese a que sólo duró diez años, es uno de los períodos más
fascinantes y atractivos de la historia universal. De ahí que, 225 años
después, aún abunden las novelas, películas, series de televisión y hasta
videojuegos que se ambientan durante la misma; en especial alrededor del que
parece ser el momento más conocido por el imaginario colectivo de todos los que
se sucedieron en aquellos turbulentos
años, la “toma de la Bastilla” (14 de julio de 1789). La singular preferencia
por dicha fecha muy probablemente se deba a que, además de su particular simbolismo
en el contexto de la monarquía absoluta dieciochesca, los franceses desde muy
temprano vieron en ella la máxima expresión de lo que su influencia podía
alcanzar y generar en el mundo. De ahí que, consecuentemente, su conmemoración la hayan convertido en su gran fiesta nacional, equivalente al 4th of July de los americanos.
Dadas las
implicaciones de lo anterior, es normal asumir que ya no hay necesidad de escuchar
otra vez el cuento sobre aquel trascendental día, y que podríamos esperar, de parte
de los nuevos narradores, historias [stories]
enfocadas en algunos de los otros eventos entre los muchos ocurridos durante aquellos
diez años revolucionarios, muchos de los cuales han recibido inmerecida poca
atención: la Marcha de las Panaderas, la Huida a Varennes, las Masacres de
Septiembre, el juicio y ejecución del rey, la Fiesta del Ser Supremo y la Diosa
Razón, El Terror, la Reacción de Thermidor, la Conspiración de los Iguales o
los golpes de estado de Fructidor y de Brumario; eventos todos estos, créanme,
sobradamente novelescos.
Sin embargo, nunca
se debe decir que ya ha sido suficiente, porque pese a que admito que prefería una
película que tuviera lugar durante cualquiera de los otros eventos arriba
listados, he disfrutado bastante el haber vuelto a ver una película que inicia exactamente
en el día de la Toma de la Bastilla y que termina apenas cuatro noches después.
Hablo de la francesa Les adieux
à la reine, “Adiós a la reina”, película de 2012, que fue nominada al Oscar
en 2013 y que pasó por nuestras carteleras en mayo de este 2014, con motivo del
tradicional festival de cine francés -al que no pude asistir- pero que ha hecho
un breve retorno a algunas de las salas digitales caraqueñas (regreso que, valga
decir, agradezco, porque me permitió poder verla como se debe: en la gran
pantalla).
Ahora bien, esta
nueva representación de la famosa fecha nacional francesa viene con la
particularidad de que, pese a que trata sobre los eventos que giraron en torno
al famoso motín parisino, dicha ciudad capital no aparece ni una sola
vez, como tampoco lo hacen ninguno de los revolucionarios -salvo por un par de
guardias nacionales durante los últimos minutos del film- debido a que la
totalidad de la película transcurre en el palacio de Versalles, residencial
oficial de la monarquía durante los cien años anteriores al estallido de la
Revolución. Lo que quiere decir que ésta es una película, no sobre los
revolucionarios, sino sobre los “revolucionados”.
En concreto y como
deja sospechar el título de la obra, ésta trata sobre la corte de la reina
consorte, Marie-Antoinette, personaje éste que, valga acotar, para nada es
extraño a las lentes de los cineastas, que desde los documentalistas y hasta
los pornográficos, han padecido la atracción de su patética biografía, quizá
porque pareciera encarnar, ella sola, todos los vicios de un estamento que, por
las plumas de Hegel y Marx y de manera ex
post facto, lleva dos siglos siendo descrito como destinado a desaparecer a consecuencia
de su propia contradicción y desgaste histórico.
La película está
narrada desde el punto de vista de una joven empleada de la corte, Agathe-Sidonie
Laborde (interpretada por Léa Seydoux, que un año antes tuvo un cameo en la celebrada
Midnight in Paris de Woody Allen),
quien funge de “lectora oficial de la reina” y que está secretamente enamorada
de ella. Desde su perspectiva iremos conociendo a la corte en su diario y aburrido
devenir, mientras son atendidos por centenares de empleados que, en su diario
laborar, chismorrean sin cesar y se excitan durante esos cuatro frenéticos días
en los que el rey debe decidir cómo reaccionar ante las noticias que llegan de
París, ciudad ésta de la que también han comenzado a llegar libelos sediciosos que
acusan a buena parte de la nobleza de merecer la decapitación, empezando por la
mismísima reina.
Pero cuidado, pese
a lo atractivo de la descripción anterior, no esperen épicas escenas de acción,
complicadas intrigas políticas o lujuriosas y prohibidas relaciones de amor, fórmulas
con las que usualmente han sido representadas todas las cortes aristocráticas,
ya sean históricas o ficcionales… ¡Nada de eso! Les adieux à la reine es lenta, estira su trama sobre apenas cuatro
días y puede resultarle, a muchos de los que están acostumbrados al más
dinámico cine de Hollywood, como francamente aburrida. Pero no se dejen engañar,
su sutil genialidad radica precisamente en esa lentitud, la cual permite, si se
mira con atención e interés, aprender un montón sobre un mundo que desapareció.
La película, sutil pero decididamente, a través de hábiles recursos narrativos, centra su atención sobre el ocaso de la famosa nobleza
francesa, otrora crema y nata de la aristocracia europea e históricamente
formada para pelear, a la que se ve ahora convertida en un vago recuerdo de lo que fue, siendo incapaz de enfrentar el problema que le estalla en la cara "entre gallos y medianoche", ya que ellos, por lo que llevaban
más de una década preocupados, era por el hecho de que Gabrielle de Polastron,
duquesa de Polignac (interpretada por mi amada Virginie Ledoyen) tenía completamente acaparada toda la atención de la reina Marie-Antoinette
-o, en su lengua natal, Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, ya
que era austríaca, hecho éste que es coincidencialmente replicado por la escogencia
de una actriz también germánica para interpretarla, la bellísima Diane Kruger-, atención de la que ellos también querían sentirse meritorios... ¡Y nada más!
Mi voto IMDb: 8/10.
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