Afiche de lanzamiento (haz click) |
Los que me conocen
bien o me tratan de manera frecuente saben que, por razones que no vale la pena
mencionar aquí (pero que con gusto explicaré en otra oportunidad), me niego
férrea e ideológicamente a ver películas pirateadas, ya sea quemadas o
descargadas. Como era de esperarse considerando el estado actual de la economía
venezolana, tamaño capricho me impide haber visto todos esos clásicos que un cinéfilo
debe ver antes de cumplir veintiún años de edad, así como el estar al día con
lo último del cine mundial.
Dado lo anterior, fue muy reconfortante el
que las exhibidoras locales de cine, a diferencia de lo sucedido en
oportunidades anteriores y a pesar de la grave crisis que nos azota, hubiesen
logrado estrenar ocho de los nueve films nominados por la Academia de Artes y
Ciencias Cinematográficas a mejor película de 2013.
La novena que no
llegó a tiempo fue una llamada Nebraska, que quizá no lo
hizo porque su estreno no fue un evento noticioso, porque no cuenta con un
elenco estelar -o manquesa joven- o porque fue rodada en blanco y negro
(probablemente la respuesta sea: todas las anteriores) y si bien debo reconocer
el esfuerzo de quienes pudieron importar la casi totalidad del roster finalista, la ausencia de esta
pequeña y nada-famosa obra me produjo alguna tristeza, debido a que se trata del
más reciente trabajo de uno de los pocos directores cuya obra jamás me ha decepcionado:
Alexander Payne.
Las películas de
Payne, de las cuales ésta es apenas la sexta, rara vez son historias propias o
que destaquen por innovadoras, no poseen diálogos rebuscados, giros inesperados
o finales poco convencionales; tampoco están hechas de acuerdo a las dinámicas
modas actuales en cuanto a fotografía y montaje, ni tienen una de esas bandas
sonoras que se convierten en autorreferenciales (ni hablar de efectos especiales, que brillan por su
ausencia)… Y sin embargo, son tan perfectas, que no se las puede dejar de
admirar y estudiar junto a las de directores de famas más universales.
La genialidad de
Payne radica en mostrarnos lo cotidiano y mundano a través de personajes que,
en el fondo, nunca abandonan del todo su zona de confort. Sus películas son historias
de norteamericanos comunes, en situaciones verosímiles y en ambientes que no
tienen ni una pizca de exóticos a los ojos del ciudadano occidental moderno. Esto
podría hacer temer que sus héroes, quienes viven y sufren estando siempre inmersos
en el original redil de referencias clase-media del que los toma, sólo pueden
ser del todo apreciados única y exclusivamente por los compatriotas del
director, pero he aquí que esta misma característica los termina haciendo tan empáticos
como los de películas que, si bien de arquetipos súper enraizados en el
inconsciente colectivo de la humanidad, terminan siendo muy mitológicos y, por
ello, menos imitables para el común de los mortales.
De ahí entonces mi
alegría cuando la película fue traída finalmente a nuestras salas como parte del
festival de Cine Independiente Americano. Las expectativas ¿fueron satisfechas?...
¡Fueron superadas! Ya que Nebraska, además de contar con los usuales méritos
arriba listados en películas de Payne, director y guionista agregaron una fibra
emotiva que llega a lo más profundo del espectador, sacudiéndolo desde adentro.
Incluso me atrevo a asegurar que quienes la hallen lenta o hasta aburrida por
preferir filmes más dinámico y coloridos, van a tener que reconocer que se rieron
y que al final se sintieron conmovidos.
¿Cómo puede ser posible
eso de que alguien ría y se conmueve aun cuando admita que se aburrió? Porque lo
dicen dejándose llevar por el impacto de una pantalla llena de grises y una
trama que se desenvuelve a baja velocidad, características que [pre]juzga la
parte consciente del cerebro como incompatibles con el mundo moderno, pero que en
realidad son las que refuerzan el subtexto, empujándolo en línea recta hasta el
área inconsciente, lugar donde residen las emociones más humanas. De tal forma,
el blanco y negro refuerza la idea de que el midwest americano y su alguna-vez-muy-próspera clase trabajadora se
están apagando y quedando en el olvido, despreciados por todos tal y como hoy
en día se descarta a las fotos y películas blanco y negro, reducidas a un mero
filtro de Instagram.
Igual sucede con el
ritmo lento que algunos han acusado de ser su principal motivo para no valorar
al film con más y mejores puntos. Pero de acuerdo a mi criterio, así es como mejor
se describe el drama de la vejez de los protagonistas y ese entorno decadente
en el que viven. La película avanza lento y zigzagueante porque así avanza la
vida misma y porque así es como ha perdido color toda esa parte de la sociedad
americana que alguna vez fue corazón y secreto de su éxito.
Volviendo a la
superficie, necesito alabar la magistral actuación de Bruce Dern, quien hace
tan bien su papel de viejo con incipiente pero innegable demencia senil, producto
de una vida de represiones severas, seguida de algunos vicios, que uno por
ratos cree que aquello no es más que una especie de cruel reality show sobre un decrépito actor retirado, al que el director
quiso seguir con una cámara en el ocaso de sus días. En realidad, Dern, a sus
casi ochenta años, está no solo todavía muy lúcido, sino que hasta es un
connotado maratonista, y si bien en el film es quien más destaca, el resto del
reparto lo sigue de cerca en calidad.
Y finalmente, la
fotografía… La cual lamento no poder describir en palabras porque sería como tratar
de describirle el atardecer a un ciego de nacimiento. Resumiré afirmando
tajantemente que ya sólo por ella vale la pena ver la película.
Mi voto IMDb: 10/10.
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