jueves, 8 de julio de 2021

Desventuras caraqueñas de bajo impacto, pt. II

"Aquel viejo motel..." ♪
Desde hace meses quería abrirme una cuenta en dólares. Después de consultar y sopesar las distintas recomendaciones, me decidí por la de un banco llamado BancAmiga, que si bien resulta bastante práctico y sencillo, para mí en particular tiene la pequeña incomodidad de que todas sus agencias me quedan relativamente lejos.

Creyendo que sólo tienen dos, ayer (miércoles 7) me decido por la de Altamira, sabiendo que en esa zona no tengo buenas opciones para estacionar. Llego y consigo un puesto en la calle de atrás, Transversal 1, frente a lo que fue El Budare de La Castellana y una tal "Plaza Bélgica".

Me fui caminando hasta el banco, donde puedo haber estado una media hora haciendo cola en la puerta y luego otra media hora siendo atendido en su interior. Una ejecutiva de comunicaciones corporativas me preguntó cómo había sabido del banco y, como le gustó mi historia, me pidió grabar el testimonio para las redes de la empresa. Todo fluyó de maravilla y sólo un único trámite quedó pendiente: sacar las tarjetas de débito, algo que implicaba esperar a estar en la casa para transferirme de un banco a otro el monto necesario para cubrir los plásticos: meros $6 en su equivalente en bolívares al cambio del día.

Luego de ahí me fui a saber noticias de mi celular, una historia que ya conté en otro lugar.

En la noche, ya en casa, traté de resucitar el teléfono para leer los mensajes perdidos y respaldar las fotos que seguían en su interior, no recordando sino hasta muy tarde que aún debía pasarme el dinero para los trámites que me había agendado para hoy.

Imagino que debido al cansancio, cuando saqué mentalmente la cuenta, en vez de multiplicar 6 por 3 millones doscientos mil, me repetí constantemente a mí mismo "son tres por cada una de las dos tarjetas... tres para las dos tarjetas... tres para dos, tres para dos..." y pun, sólo me transferí 3x2= 6 millones (o siete, para que sobrara un poquito).

Me fui a dormir.

Esta mañana me levanté tarde, me vestí, desayuné y me fui al banco, repitiendo la misma logística temeraria de ayer: estacionar en la calle de atrás, justo frente a lo que fue El Budare de La Castellana e irme caminando dos cuadras hasta la agencia, hacer la cola en la puerta y que todo fluyera tan chévere como la vez anterior, matando la espera con el mismo librito compilatorio de constituciones griegas.

Y ahí empezaron los problemas: al llegar comenzó a llover, por fortuna nos pudimos refugiar bajo el alero del edificio, sin embargo, la cola avanzaba muuucho más lento que el día anterior. Cuando finalmente llego a la puerta, me empezaron unos cólicos preocupantes.

Una vez adentro, luego de enterarme que el retraso era porque dos empleadas estaban enfermas con CoViD-19 y dengue, respectivamente, pregunto al vigilante si tienen baño pero me dice que no, sin embargo, cuando me ve caminando de un lado a otro, se apiada y le pide al otro guardia que me lleve, explicándome, apenado, que había mentido porque los baños se encuentran justo al lado de la bóveda. No queriendo meterlos en problemas, estuve tentado a declinar luego de saber ese pequeño detalle arquitectónico, pero las ganas me hicieron callar.

Lamentablemente, al aflojar los esfínteres descubro aterrado que los cólicos no provenían de la vejiga sino del recto, por lo que, temiendo consecuencias nefastas, suprimo mis ganas.

Salgo aún sintiéndome presionado, pero con la suerte de que mi turno de atención había llegado. Como era de esperarse, en ese momento llegó el segundo (o primer) baldazo de agua helada: el monto que me transferí en la madrugada era insuficiente hasta para cubrir una sola de las tarjetas (que costaría casi 10 millones y no siete). La funcionario, no queriendo que yo perdiera el viaje, me ofrece esperar a que yo mismo me transfiera por Pago Móvil y aunque me fui preparado para esa eventualidad llevando conmigo el cargador, los cólicos me habían obligado a aflojarme el cinturón para tratar de aguantar.

Como sólo quería irme a mi casa, le explico que tengo dañado el teléfono y que volvería al día siguiente, pero que negociaría con el vigilante para que la próxima vez me dejase pasar sin hacer cola porque, total, ya la había hecho hoy y ésta fue mucho más larga que la que de ayer. Ambos accedieron amablemente.

Cae ahora el tercer baldazo: cuando me voy acercando a donde había estacionado, puedo notar desde lejos que el carro no estaba donde lo dejé y aunque en una ciudad como Caracas uno inmediatamente piensa que se lo robaron, la voz, siempre optimista, de mi interior me gritaba "¡Remolcado por becerro! Sabía bien que no me podía parar ahí y lo hice por pichierre y por flojo...".

En efecto: un mensaje escrito a tiza en la acera informaba que el vehículo placa "número tal" había sido llevado al depósito Veracruz, un sitio que ya conocía porque lo mismo me pasó en el ahora-remoto año 2000.

Pero aquello no me importaba, sólo me importaba ir a un baño, por lo que le pregunté a un taxista cuánto costaba ir a mi casa en La Trinidad ($10) o al retén de vehículos ($5). Pensándolo ahora en frío mientras escribo estas líneas, debí optar por la segunda opción, pero admito que en ese momento todo me lucía lejano, exageradamente lejano cuando consideraba la inminente diarrea.

La emergencia intestinal me hizo recordar que a metros de donde me encontraba quedan una pareja de hoteles "de estadía corta" (nombre técnico), que conozco bien porque en tiempo menos prósperos pero más lujuriosos, fui asiduo cliente... Me dije "tocará pedir un baño ahí y si me lo niegan, pagar por uno...".

¿Y qué creen? Pues sí, me tocó pagar tal y como si fuera un cliente regular que va a echar una cana al aire en pleno medio día de jueves, sólo que lo que iba a echar no era precisamente "una cana" y mucho menos lo haría en buena compañía. Diez dólares por el pecho, pagados por adelantado -normas del hotel- que, para más colmo y pensando en la multa que me esperaba, tuve que costear con la tarjeta de mi mamá, la cual cargo fijo durante la pandemia porque soy el único que sale a hacer mercado.

Para cuando dicté la cédula, ya me temblaban las manos debido al malestar y sudaba frío. Suena erótico pero créanme que era todo lo contrario. Mi último aliento fue para pedir una habitación cercana, que estuviese en el mismo piso de la entrada, para caminar lo menos posible. Me dieron dos toallas y un jabón. La recepcionista no salía de su asombro pero se mostró profesional y en ningún momento cuestionó mis motivaciones. Imagino que su línea de trabajo le debe haber permitido, a pesar de su evidente corta edad, ver todo tipo de gente con costumbres "raras".

En la soledad del baño pensé en aprovechar para conectar el teléfono y hacer la transferencia condenada, pero descubrí que, por los días que pasó en el taller, había olvidado recargar mi plan mensual. Fue ahí cuando finalmente pensé "Joder, hoy todo me está saliendo mal...".

Como esto ya se tornó escatológico, saltaré detalles que me tuve que duchar -obviamente- tratando de no pensar sobre las diferentes circunstancias que me habían llevado de regreso a "aquel viejo motel". Todavía me quedaban una larga caminata y, de seguro, un gran gasto por hacer.

Al salir, la muchacha me pidió cédula y nombre completo porque así lo exige la ley que regula al ramo (creo). Cumplí, añadiendo entre risas, que ahora que tenía mi nombre debería buscarme en Twitter porque yo esto lo tenía que contar. Sorprendida preguntó si era escritor. Respondí que debería serlo, porque vaya que me sobraba material de inspiración.

Inicié mi caminata, maldiciendo por la genial idea de haberme llevado un sobre de manila con los documentos que me habían entregado ayer en el banco pero que no hacían falta. Un sobre delgado puede parecer una carga menor, pero cuando me lanzo "maratones diligenciales" odio llevar las manos ocupadas y más aún con algo que me amerita ser delicado en la sujeción.

Por fortuna, las nubes cargadas de lluvia habían dejado paso a un Sol calcinador de piedras. Lo prefiero y aprovecho para tomármelo como necesario ejercicio (o escarnio).

Llego al retén de vehículos me toca otra vez hacer cola porque no soy el único huevón al que remolcaron y eso pienso que me consuela, pero al menos permite ponerme a pensar en que ojalá la multa no sea muy alta, aunque recuerdo que tengo 45 días para pagarla.

La multa efectivamente no fue muy alta. De hecho, es tan baja que me va a generar más molestias pagarlas que dejarla vencer: 4 unidades tributarias, es decir, siete mil quinientos bolívares o 0,0023 dólares [sic]. Ah, pero faltaba pagar la grúa y el depósito: $20 por el pecho.

Total gastado al final de la jornada: treinta dólares, pagados en bolívares al cambio del día (3.262.077). La diarrea más cara de mi vida.

Ya en casa, pienso que pudo ser peor, pienso que podría haber seguido lloviendo, pienso que podría haber sido el hampa en vez de la policía de tránsito, pienso que me podría haber hecho encima, que la recepcionista se podría haber negado a ayudarme o que, como ha sido normal a lo largo de mi vida, yo fácil no hubiese tenido el dinero para costear todas las gracias, y que, aunque esto me obliga a cancelar todos los gastos que tenía planeados para julio, al menos me contenta haber sido capaz de resolver y tener ahora algo que contar.

Fin.

1 comentario:

  1. Ese tipo de emergencias nos pasa a cualquiera, pero menos mal tuviste previsión de resolver cómo lo hiciste

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