domingo, 3 de marzo de 2013

Lincoln o el triunfo de la política

Afiche de lanzamiento (haz click)

   El domingo pasado, justo antes de los Oscar de la Academia, pude ir con mi papá a ver la más reciente película de Steven Spielberg, Lincoln (2012), a la que confieso que fui con sentimientos encontrados: por un lado estaba contento porque la película había llegado mucho antes de la fecha original para la que estaba anunciada (5 de abril), pero al mismo tiempo, fui con algo de aprehensión porque, gracias a las redes, sabía que a ciertas amistades de referencia que se hallan en el extranjero, les había parecido una mala película…

   ¡Para nada! Por el contrario, me pareció genial y si no puedo dar mayores loas sobre su realización, es porque tuve el desatino de irla a ver en el nuevo cine que tiene Evenpro en Manzanares, el cual, al menos su sala #3, me pareció de lo peor que hay ahorita en la ciudad: sus butacas reclinables, muy estrechas y apretujadas, son inapropiadas para una sala tipo estadio, la película fue proyectada fuera de foco y el audio estuvo más bajo de lo normal. Para más colmo, se metían los sonidos, no sólo de la sala contigua, sino el de unos niños que correteaban en el lobby. Quizá algún día vuelva para ver si se me reivindica, pero, por ahora, no se lo recomiendo a nadie.

   Ahora bien, a lo que venía: Lincoln me encantó porque es como si la película la hubiesen hecho pensando en mis gustos. Verán, el género biográfico suele ser de los que menos me gustan de todos cuantos conforman el cine “de ficción”, esto debido a que la vida de una persona, por más breve que sea, no se ajusta a los cánones sobre los que se estructura una narración. Me explico: la vida de nadie parte de una introducción que, luego del primer punto de giro, da paso al desarrollo de los acontecimientos principales los cuales, siempre con un dramatismo incremental, conducen al gran clímax, desde el cual la historia se resuelve y concluye. La vida de las personas, de las reales, está constituida por un sinfín de cotidianidades absolutamente no-dramáticas y hasta baladíes.


   Comprimir, en una sola trama de 2 horas, una serie de acontecimientos dramáticos que el personaje en cuestión haya vivido a todo lo largo de su vida, por más que reales todos ellos, produce casi siempre el error de transmitir la idea de que dicho personaje vivió todo ese drama al mismo tiempo y sin darle reposo a su alma, cosa que, por más que creamos lo contrario, no es verdad. Churchill dormía siestas de hasta dos horas durante lo peor de los bombardeos alemanes sorbe Londres y el rey Jorge VI de Gran Bretaña aprendió a dejar de tartamudear mucho antes de convertirse en rey y, sobre todo, antes de dar aquel famoso discurso con que concluye The King Speech.

   Lo anterior es tan común que incluso me atrevería a apostar que, en una hipotética película sobre la vida de Aníbal Barca -el famoso general cartaginés que entre el 218 y 202 antes de Cristo puso en jaque a Roma durante la Segunda Guerra Púnica- los eventuales guionista y director morirían de ganas por incluir, en la misma obra, las dramáticas batallas de Cannas -en la que Aníbal venció a los romanos- y la de Zama -en la que estos, comandados por Escipión, finalmente lo vencieron a él. Pero resulta que entre una y otra pasaron 14 anticlimáticos años, tiempo éste durante el cual Aníbal envejeció, quedó aislado en Italia y perdió la vista en un ojo, lo cual en parte ayuda a explicar por qué pudo ser derrotado quien, hasta ese momento, había sido el mayor estratega que el mundo hubiese conocido.

   La Lincoln de Spielberg no cae en ese error tan típico porque, pese a su título, no se trata precisamente de un biopic -cosa que Spielberg se había planteado originalmente hace trece años, cuando comenzó a trabajar en el proyecto- sino más bien una minuciosa mirada a los últimos 4 meses de vida del famoso presidente, tiempo durante el cual éste peleó su última “batalla”: convencer a la Cámara de Representantes del Congreso a que aprobara la décimo tercera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, la enmienda que abolía definitivamente la esclavitud.

   Así, con Lincoln, antes que una biografía, Spielberg nos presenta más bien un drama político, casi diría que un thriller, en el que logra no sólo retratar magníficamente las modas, costumbres y diálogos de la época, sino mostrar al mundo la esencia misma de la Política -con “P” mayúscula- esto es, tanto su función de alternativa a la violencia, como su naturaleza maleable, enrevesada y tortuosa, plagada de métodos y recursos que muchas veces, no sin tristeza, hace a los legos y desconocedores el creer que la Política no es más que trampas, intrigas y pueriles ambiciones de poder que se combaten eterna y suciamente por el premio mayor. No, la Lincoln de Spielberg es tanto una pieza histórica como una clase de teoría y hasta de filosofía política, una clase con la que, en poco más de dos horas, nos resume qué es y para qué sirve “el arte de vivir en polis” (significado original del término política, según Aristóteles) al tiempo que también nos va mostrando, gracias a sus discursos, conversaciones y maniobras, la grandeza del personaje central, tanto de aquella guerra como de esta obra, Abraham Lincoln, quien es apoteósicamente interpretado por Daniel Day-Lewis. Así, el cuadro queda completo: el protagonista y su entorno son retratados como pocas veces se logra en la historia del cine “de época”.

   Confieso que la película quizá me gustó más de lo que cabría esperar, cinematográficamente hablando, porque soy, precisamente, politólogo, profesor de historia y política y, para más colmo, un “americanólogo” amateur (pitiyankee, me diría un chavista), por lo que llegué a verla, como quien dice, con sesgo; y que entonces, quienes se aburrieron, fue porque no saben o no se interesan por esos temas y esperaban “otra cosa”, aunque no me puedo imaginar qué en una película cuyo título grita “política” a los cuatro vientos…

   Por otro lado, e irónicamente, lo mismo que a mí me la hizo tan especial puede que sea, quizá y precisamente, el único defecto con el que cuente y que sea también lo que no le ha gustado a algunos: que se trata de un tan buen retrato de un momento histórico preciso, que cuando uno no lo conoce, pueda no comprender el significado sutil, pero cargadísimo de sentido, de una escena particular -como la de la despedida de los generales Lee y Grant en Appomattox- o de un diálogo concreto -como el de Thaddeus Stevens, el personaje que interpreta Tommy Lee Jones, y su compañera cuando leen en voz alta la cláusula de la enmienda que otorga al Congreso poder para desarrollarla- …quizá. Sin embargo, sé de personas que no conocen la historia en lo absoluto y, aún así, no se vieron impedidos de apreciar la película pese a todas esas subtramas aparentemente dispersas. En mi caso, lo que lograron fue enriquecerme maravillosamente la textura de la película, antes que arruinármela.

   Finalmente, recomiendo no prestarle atención a los historiadores necios que le han señalado errores, todos estos de menor valía. Y es que ninguna película histórica -NINGUNA- ha podido ni puede ser 100% exacta, no puede serlo y pretenderlo no tiene sentido. Si lo que quieren es un retrato exacto, no vean una película, vayan y lean un libro o vean un documental (los cuales tampoco son tan "exactos" que digamos). Spielberg hizo la aproximación más exacta posible sin comprometer el entretenimiento y es ahí donde radican sus méritos.

   Como el mejor jurado es el tiempo -y esta película está planteada sobre esa máxima- me atrevo a profetizar que Lincoln se convertirá por sí misma en una película para la posteridad, listada entre las mejores que ha hecho Spielberg y a la que, espero, futuras generaciones verán para conocer el período de la guerra civil americana, para buscar modelos de representación política o, incluso, por otros directores para ver un excelente ejemplo de cómo debe ser tratado, cinematográficamente, un evento o personalidad histórica.

Mi voto IMDb: 9/10.

2 comentarios:

  1. Como diría más o menos Oscar W: el arte te gusta o no te gusta. No se trata de analizarlo; al menos como espectador.
    Que conste, no he visto la película. Pero sí he escuchado de sus ronquidos

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