Nunca está de más
explicar por qué uno hace, dice o piensa lo que se ha hecho, dicho o pensado en
alguna oportunidad; sobre todo si se cree que con el propio ejemplo se puede
ayudar a los demás a entenderse a sí mismos.
Resulta que en
algún punto del año 2012, se me ocurrió autodefinirme en la biografía de mi
cuenta Twitter como “Arrogante por naturaleza, ególatra por convicción”, pero sin
tan siquiera detenerme a pensar en las definiciones exactas de cada término y
las especificaciones que distinguen a uno de otro.
Y es que por
aquellos días acababa de finalizar mi curso de historia grecolatina en la
Escuela de Comunicación Social, materia en donde una de las cosas que enseño es
la evolución de un elemento cultural que, pese a sus cambios, sigue siendo el
mismo: el culto a los héroes, esos que antes llamaban Aquiles y Odiseo y los
cantaban en poemas o representaban en el teatro y que ahora llamamos Superman y
Batman y los leemos en comics o vemos en el cine.
En el súper héroe
del comic moderno, el poderoso esconde su identidad secreta detrás de una
máscara y no se vale de su poder para goces personales, llegando incluso a
padecer mil sinsabores por no poder decirle al malagradecido mundo que gracias
a él (o ella) siguen disfrutando de sus libertades (el caso más patético es el
de Peter Parker/Spider-Man, quien vive siempre atrasado con la renta y al borde
de perder el semestre y a la novia, por estar defendiendo anónimamente a una
histérica New York que, para más colmo, lo critica por los tabloides).
En contraposición,
el héroe mitológico antiguo era arrogante, pendenciero y prepotente, al punto
de iniciar las aventuras que los hicieron famosos sólo para que se hablara bien
de ellos, sólo para conquistar la gloria por los siglos de los siglos (el caso
más notable es el de Perseo, que voló hasta las regiones subárticas para matar
a la Gorgona Medusa, con la única y exclusiva intención de echar por el piso
los infundados rumores sobre cobardía y afeminamiento).
Harry Hamlin interpretando a Perseo en Clash of the Titans (Davis, 1981). En esta adaptación para las audiencias modernas, Perseo lo hace "por amor". |
¿Qué pasó en el
medio de los casi tres mil años que nos separan de aquellos héroes
autopromocionados ad nauseam y los
modernos súper héroes necesitados de alter
ego, pese a todo su poder? Lo que pasó en el medio fue el cristianismo y la
muy-vilipendiada Edad Media.
Jesús nos enseñó
-¡Nos insistió!- en ser humildes, en no dejar que la mano derecha supiera lo
que hace la izquierda, en cortarnos incluso una de esas dos manos si nos
conduce al pecado, etc. Sus enseñanzas fueron de tal modo acogidas, que ya en
el bajo imperio podemos ver a un Ambrosio, obispo de Mediolanum (actual Milán)
lanzar críticas públicas al emperador Teodosio, condenando su pasional e
irresponsable soberbia, y a éste dándole la razón
y actuando en consecuencia. Pero el efecto es mucho más evidente durante la Edad
Media, época en que Europa occidental estaba venida a menos y en donde todas las demás instituciones de las que se valían los antiguos para modelar su conducta y apoyar sus decisiones, habían
desaparecido, quedando sólo, para
garantizar el orden, los belicosos señores feudales, los cuales requerían urgente civilización. En ese caos, donde el abuso era la norma y las guerras
privadas una certeza, la Iglesia Católica impuso la ética cristiana como único
código para determinar si un guerrero
era digno de ser respetado y obedecido, inventando con ello lo que hoy en día
se llama “caballero” y “caballerosidad”.
Así, la humildad,
el desprendimiento, la preocupación por el otro, etc., pasaron a ser, al menos
de la boca para afuera, las características fundamentales del ser occidental
típico. Tan bien logrado quedó el trabajo, que ha perdurado incluso más allá de
la influencia real de la Iglesia, luego de que Europa se secularizara y aún
ahora, cuando Occidente se vuelve cada día más y más agnóstico.
Si lo anterior fue
para bien o para mal, no me interesó en lo más mínimo cuando me autodefiní como
lo hice cuando me tildé de arrogante y ególatra. Lo que yo quise hacer entonces fue simplemente burlarme “clasicísticamente” (palabra inventada que sólo uno que
otro asiduo a la historia -espero- me entenderá… JA) de todos aquellos
conocidos y allegados que en alguna que otra oportunidad me han hecho la
[aparentemente dura] crítica de ser arrogante.
Me quería burlar de
esa acusación porque sostengo la idea de que todos somos, por naturaleza,
arrogantes, lo que pasa es que no lo notamos salvo en los demás. La base de
este fenómeno es lo que la ciencia llama sesgo cognitivo, en
particular una variante de éste, llamado cinismo ingenuo, un término acuñado por los psicólogos Justin Kruger y Thomas Gilovich y según el
cual, tendemos a esperar mayor sesgo egocéntrico en los
demás de lo que realmente manifiestan.
Ajá ¿y cómo se
conectan estos hallazgos de la ciencia con mis observaciones sobre la
civilizaciones antigua y medieval? Pues porque, a diferencia de los
antiguos, que eran arrogantes y lo asumían, los modernos también lo somos
-porque no podemos evitarlo- pero lo escondemos todo el tiempo, debido a un
cripto-cristianismo atávico. Como lo que me proponía era joder, me dije,
“déjame admitir mi sesgo hacia mí mismo antes de que me lo descubran los demás…
total, si ellos son igualitos…” pero jamás me esperé que aquello provocaría una
reacción cuasi-alérgica en cerebros que aparentemente padecen Síndrome de
Asperger sin que nadie se los haya diagnosticado (aún). Parece que en esta
oportunidad, en vez de despreciar, lo que hice fue sobrevalorar la inteligencia
ajena ¡¿QUIÉN LO DIRÍA DE ALGUIEN TAN ARROGANTE COMO YO?!
La última vez que hablé personalmente con Germán Carrera Damas, él me dijo que "se sobrevaloraba exageradamente la humildad, mientras que se criticaba en demasia a la soberbia", explicando después que la Soberbia, viniendo de la antigua Grecia era un valor, una virtud, y no un pecado. Por éso cuando alguien era exigente y excelente en una labor se le decía que lo había hecho "soberbiamente". O sea, lo "soberbio" era sinónimo de lo espléndido, lo majestuoso y lo magnifico. Parece pues, que en tu escrito, reivindicas la acepción griega y no la cristiana.
ResponderEliminar¿"parece"? ¡Es evidente!
Eliminar¡Soberbio! Ja,ja,ja.
EliminarHace poco lei el libro Lean In de Sheryl Sandberg, COO de FB donde habla de que en general las mujeres son educadas o socializadas para ocultar sus virtudes, y los hombres lo contrario, según ella. Yo agregaría que puede haber algo de cultural en ello, en muchos países es mal visto el "venderse" incluso si eres hombre. Por otra parte, alguno de ustedes aqui presentes ha dicho que ese tipo de "humildad" viene de la tradición judeo-cristiana, por eso está tan arraigado en la cultura latina. Por otra parte, creo que una cosa es reconocer las propias virtudes y otra cosa ser "pajúo" y no aceptar que uno tiene errores, cual dios griego pues.
ResponderEliminarMi error es, precisamente, mi soberbia ;-)
EliminarPlatón y Aristóteles ya la criticaron. Lo mismo los estoicos.
ResponderEliminarNo era un asunto "griego".
Efectivamente y por eso le encantaron a los autores cristianos... Pero fueron voces en el desierto. Mi punto era señalar el momento en el que eso finalmente caló en la población occidental.
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