jueves, 7 de abril de 2016

Cuando el Estado se va, las pasiones hacen fiesta

El martes primero de marzo en Caracas, un motorizado conducía por Plaza Venezuela cuando vio que, cerca de la fuente, dos hombres robaban a una estudiante. Se detuvo, sacó una pistola y le disparó a los dos asaltantes, matándolos en el acto. Luego siguió su camino, como si no hubiese pasado nada y sin que nadie supiera de dónde había salido o hacia donde se había marchado, tal y como el pistolero solitario de los Spaghetti Western.



 Dos días después, veo que lincharon a un presunto ladrón en Altamira sur, lo grabaron con el celular y lo subieron a Facebook, en donde un gentío lo comparte diciendo "¡Bien hecho!".
Yo, que hasta los 35 años nunca había sido asaltado, lo he sido ya tres veces (pero me han robado dos, porque en el tercero no tenía nada que pudieran quitarme) y, lógicamente, ahora ando por la calle con paranoia. Adicionalmente, les cuento que ya no salimos de la casa por más de una hora desde que se metieron a robar precisamente el día y a la hora del entierro de mi papá, de tal forma, no esconderé que una parte de mí siente algún pequeño gusto cuando ve a la población lentamente empezando a estallar a causa de las funestas consecuencias de la falta de Estado...
Sin embargo, no puedo dejar de sentirme mal por las ideas que sumarizo a continuación:
  1. Uno que otro ladronzuelo de esquina aprenderá que sus actos ya no quedarán impunes, por lo que se lo pensará dos veces antes de robar, pero al final del día, dudo mucho que estas muestras espontáneas de auto-defensa popular vayan a lograr nada contra el hampa seria, esa que que ya está organizada casi como las maras centroamericanas o las mafias ítalo/eslavas. Los pranes que hacen cortejos fúnebres a plena luz del día por una avenida céntrica e imponiendo toques de queda ni se van a inmutar y seguirán sembrando el terror cual invasores bárbaros cada vez que les salga del forro.
  2. Los malandritos de a pie, sobre todo los más jóvenes, los famosos "cocoliso", que son los más peligros desde el punto de vista individual, esos que hoy roban a punta de pistola, a partir de mañana van a repartir tiros a diestra y siniestra antes que dejarse aporrear por una turba de mecánicos, panaderos, amas de casa, secretarias, enfermeras y choferes de autobús.
  3. ¿Cuánto inocente no va a caer herido o incluso muerto por una turba excitada que, en el medio del despelote generalizado, no está clara de quién fue el que robó a quién? ¿Y si alguien ve "algo raro" y grita "¡Choooroo! Agárrenlo, que se escapa" cuando lo que pasaba era que unos chamines de liceo se estaban desquitando rudamente, pero al fin de cuentas sin malicia mayor, de alguna culebra que traían pendiente desde el recreo hace dos días? ¿Y si una pareja de novios se está cayendo a gritos en plena vía pública -pasa bastante- y algún justiciero empistolado cree entrever un atraco en pleno desarrollo y saca su pistola para defender a la dama que creyó en peligro? Por supuesto que no me parece bien que una pareja histérica drene sus pasiones en la calle, ni que imberbes colegiales se caigan a piñas en una parada de autobús, pero lincharlos en cambote o matarlos sin preguntar primero NO es la solución.
  4. ¿Dónde queda la presunción de inocencia del linchado? ¿Qué pasó con aquello de que la carga de la prueba recae sobre la parte acusadora? Si por lo menos la turba se organizara en tribunal popular, secuestrara al "linchable" para interrogarlo, entrevistase a las víctimas, etc., vale; seguiría siendo desastroso, pero al menos tendría algún vicio de institucionalidad, uno que tarde o temprano enseñaría a los venezolanos a vivir bajo reglas y procesos libremente autoimpuestos y, de aquí a algunos docientos años seríamos ya como la Inglaterra [del siglo XVIII].
  5. Nos puede dar profunda arrechera que con el llamado debido proceso a veces queden libres auténticos criminales, pero DEBEMOS recordar siempre que dicho derecho existe, no para otorgarle a los malechores una garantía que ellos no le dieron a sus víctimas, sino para reducir la posibilidad de castigar inocentes ¡Y miren que a Occidente le costó un río de sangre llegar a ese excelente y fundamental invento!
En fin, que ahora no sólo me aterra ser robado en una panadería, secuestrado al regresar de una fiesta o asesinado colateralmente en un sicariato cercano, sino que también me empieza a preocupar que un día me linchen por error o que muera ajusticiado algún conocido con "aspecto sospechoso" cuando por mala leche pasó por donde no debía pasar.

Y como si todas estas aprensiones, digamos, elementales, no bastasen para amargarme la vida, pienso también en el futuro de nuestra sociedad, compuesta cada vez más por individuos aislados, "familistas amorales" (Edward Banfiel dixit) que ignoran la necesidad de normas comunes, que no entienden las instituciones y no creen en absolutamente nadie; gente que resuelve la violencia con más violencia, privatizada y anómica. Entonces no sólo me preocupo, sino que me deprimo miserablemente.
C'era una volta il West (Sergio Leone, 1968)


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